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En la discusión sobre la belleza de las estaciones él sentía que el saco de sus argumentos resultaba invencible e interminable. ¿Cómo podría ella defender al invierno cuando él tenía preparado en su cañón el vuelo de los pájaros nublando la llegada del sol en la primavera, el abrazo del calor envolvente y adormecedor del verano, las zambullidas en las olas refrescantes solamente posibles cuando el sol nos recibe tiritando y nos abraza consolándonos del hielo de las aguas? El combate argumental a él, acostumbrado a derrotar a sus contrincantes con la fuerza de sus pensamientos, le parecía infantil y demasiado sencillo.
¿Qué tiene que hacer, preguntaba, el lánguido invierno frente al despliegue de colores del otoño o a la explosión de sensualidad y fuerza del verano?
Ella, recogida frente al hogar, parecía haberse agotado en argumentos y todo indicaría que en la justa entre el invierno y las demás estaciones, aquel saldría condenado al desprecio perpetuo. Entusiasmado con la contundente victoria en una discusión que comenzara años atrás, casi que el día que se conocieron, la invitó a mirar por la ventana. Ella gentilmente accedió a alejarse del cariño de la hoguera.
La vista era resplandecientemente blanca, la nieve inmaculada cubría cada centímetro del espacio y solo el viento era capaz de permanecer en este santuario de la soledad. Él pasó su brazo sobre los hombros de la hermosa compañera y con un gesto de condescendiente arrogancia le señaló el exterior y burlonamente comparó a la naturaleza, en el invierno, con el legendario cementerio de elefantes. “Un paisaje de huesos y esqueletos” concluyó, imaginando que con este certero golpe acababa para siempre con la alucinación de que el invierno era tan bello como el resto de las estaciones. Ella, entonces, fijó la mirada en el infinito azul que se descolgaba desde el cielo, y acomodándose entre el calor del abrazo de su amado rival habló sin dejar de mirar el horizonte zigzageando la mirada por entre los huesos de los inmensos árboles que con sus esqueléticas ramas atrapaban la luz y el infinito del paisaje.
¿Sabes por qué amo el invierno? Le preguntó. Él guardó silencio, sabía que ella siempre hablaba para decir algo, su instinto le hizo saber que todos los minutos de su diatriba contra la estación del frío estaban en peligro. La estrechó contra su ser buscando desde ya, en ella, el consuelo para una derrota que se presentía en la serenidad de la sonrisa de la hermosa amante.
“Amo al invierno por la misma razón que amo tu ternura”, ahora los ojos de los dos amantes se fijaban los unos en los otros, enmarcados por los huesos del bosque gélido del otro lado de la ventana.
“Y amo tu ternura porque no es otra cosa que tu pasión en reposo”.
MAURICIO NAVAS TALERO