En esa trilogía de acción sembrar un árbol, tener un hijo y escribir un libro, veo acongojado que la de Sembrar el Árbol es, por estos tiempos, la más escasa.  Lo de tener hijos, ni hablemos, la efectividad con que la gente se reproduce es aterradora y si tenemos en cuenta que la idea romántica de tener hijos solamente es comparable con la peligrosa adicción a comprar teléfonos iPhone, podemos pronosticar que está pata del trípode es una columna indestructible.  La otra, la de sembrar maticas, parece no resultar tan atractiva, imagino que las hojas verdes, esa especie de sufragio vegetal, son un recurso extremo para poder reforestar un planeta en el que a muy pocos les moviliza la idea de sembrar un árbol. En cambio, escribir un libro, se codea en popularidad con la de traer “humanitos” a la tierra. Es notable la facilidad con la que emergen escritores en una civilización en la que “haber escrito un libro” es un adorno o un crédito que encarama la apariencia social y cultural del individuo.  Haber escrito un libro, o una telenovela,  es algo sexy que se persigue de la misma manera que haber ido a Europa o haber saludado a Los Rolling Stones. Dada la voracidad de consumo de la masas ávidas de “cultura”, el consumo de libros o telenovelas es un fenómeno que no va asociado necesariamente a la calidad del contenido, en innumerables ocasiones, por no decir la mayoría, los  best sellers se concretan gracias a escándalos mediáticos, circunstancias momentáneas políticas, oportunidad de moda o campañas de publicidad, dolorosamente alejados de calidad intelectual, estética o literaria.

Haber escrito es una manera de navegar en el océano del arribismo. Escribir es la impronta fatídica que obliga al elegido a entender la existencia propia y  ajena si, y solo si, la tamizamos por el cedazo de las letras.

¿Usted quiere escribir, o quiere haber escrito?